La casa al otro lado del río Juella

Un par de metros atrás de la casa donde parábamos estaba el río. El patio, una porción de terreno que se abría, sin cercos, indefinida, mezclándose con los fondos vecinos, entre hileras de árboles escuálidos, restos de maderas, chapas, paredes derruida, reducidas a pircas por el tiempo y el reciclaje y pastos duros, cortos y resecos, hasta romperse en piedritas que formaban las terrazas del río, hundido en el valle, escaso, ocupando apenas, con hilitos de agua, aquel lugar blanco y silencioso al que la gente allá se refiere como “la playa”.

Esa mañana pinté desde el patio de la casa. No hacía falta ir más lejos. Unos árboles vertiginosos trepando al cielo; los cerros cristalinos, casi transparentes en la lejanía. Allí siempre fue para mí tirar una piedra encontrar qué pintar donde caiga.

Después llegó Mati, hicimos fotos y nos alejamos por ese espacio indefinido del patio. Los cerros subían alrededor y me sentí en el fondo de una palangana, contenido en el centro de esa corona de cumbres rotas y coloridas.

Mientras guardaba las pinturas y plegaba el caballete, un reflejo de luz, como el de un espejo, centelleó entre la pasta de colores en la base de un cerro. Bien lejos. Entonces miré y vi: primero estaba el río, profundo, escondido, después un camino de tierra aplanada que subía y llegaba hasta una casa y un par de cardones desparramados en la inmensidad, la casita con el techo de chapa titilando, comprimido bajo una montaña inmensa que subía y se encadenaba con otras y otras y otras cada vez más altas y abstractas. La pintura, esta pintura de la casa al otro lado del río Juella, empezó en ese momento. Conmigo inmóvil, contemplando el techito pobretón a lo lejos, imaginando a la persona que vivía ahí adentro, alejada del pueblo, subiendo el caminito, detenida cerca de los cactus, o a la sombra de la puerta, quizás mirando hacia atrás, quizás advirtiendo un hombre del otro lado del río que la mira sentado en el suelo, que se siente tan parte de esa sintonía de vacío y silencio, tan acogido en una tierra que no le pide nada y se limita a recibirlo como puede recibir  el agua al pez, el cielo al ave, el calor al fuego, a dejarlo ser, a mirar y sentir y llevarse todo para convertirlo en otra cosa porque eso es, o al menos podría ser, la pintura: lo que queda, al otro lado del río, después de haberlo cruzado, por arriba, por abajo, destrozado, airoso, como sea.

Volví a nuestra casa apurado, con una exitación de haber visto algo, de haber encontrado un motivo, y le pedí a Mati su cámara y su lente gigante prestados para hacer una foto. La casita, la otra, estaba muy lejos para captarla con mi cámara y aunque usé un teleobjetivo sigue, todavía, más allá de dónde estoy, incluso ahora, después de haberla pintado, después de haber pasado por la experiencia de pintar que se puede llegar a confundir con cierta aprehensión de  las cosas, sigue al otro lado de un río que mi pintura todavía cruza.

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