El último pasillo del laberinto termina con una puerta de vidrio. Detrás, resplandece, enceguecedora, la luz de la mañana. Antes de salir, en una ventanilla, pido un remis. Una voz de mujer me responde que hay cincuenta minutos de demora. Salgo por la puerta, decicido a tomar un colectivo. Desde la calle, miro por última vez la puerta de salida del laberinto: es pequeña, aplastada por una fachada lisa y enorme que se pierde en el cielo blanco. Sólo se destaca el cartel de la remisería “Buena suelfie”. La vereda es amplia, de tierra, y bordea una ruta (en el sueño conozco el lugar y, aunque lo recuerdo, no podría decir ahora cuál es ni con qué fragmentos de otros lugares lo he construido. Me quedará el recuerdo, la fotografía, y el sobresalto de encontrarlo algún día, idéntico a mi sueño). Hacia mí, por la ruta, se aproxima un colectivo. Veo, entre mi mirada y el colectivo, una parada. Corro hacia ella cruzando una calle transversal a la ruta, en la carrera ya levanto el brazo. El colectivo me pasa de largo y para frente a la puerta de vidrio. Descubro, donde antes había estado mirando el cartel de la remisería, otra parada. Un nuevo colectivo se aproxima. Vuelvo corriendo hasta la otra parada, pero el colectivo se detiene antes, en la parada que está cruzando la calle, y se va.