Afuera, apenas piso la vereda, un chico tirado en el piso interrumpe mi camino. Tiene un vaso en la mano y derrama su líquido sobre mi pantalón. Soy un egresado, me dice, hago lo que quiero. Lo ignoro -en realidad, finjo; su aspecto sucio me ha causado rechazo- y empiezo a caminar por una larga senda peatonal, apurando el paso por el corte de un semáforo. La calle comienza empinarse cada vez m´as -empinar el codo, borrracho en la puerta- hasta que ya no puedo subir caminando y comienzo a impulsarme con las manos, con el pecho sobre el pavimento, arrastrándome por el aire, haciendo patada de crowl. La calle deviene en pileta: Largá, te toca, me dicen unos cuerpos. Son postas. Me tiro. Al ver que el carril está cerrado por camalotes, los cruzo por debajo del agua y salgo nadando en otro andarivel, detrás de unos pies y su cohorte de burbujas. Nado. Agarro ritmo. Se despeja todo a mi alrededor, solo queda el celeste del agua y veo, frente a mi, entre mis brazadas que buscan el horizonte, la escena donde arreglaba un ensayo al que nunca llegaría.